lunes, 21 de abril de 2008

Argelia - Valle del M'zab

Llegamos al caer el sol a Ghardaia, donde nos esperaban Marta, Sarah y su padre, Nacceur, estos dos últimos, los auténticos anfitriones e ideólogos del viaje: argelinos deseosos de romper prejuicios y de mostrar la belleza de un país y la hospitalidad de sus gentes. Ghardaia, ciudad principal de los 5 pueblos que forman el Valle del M’zab, constituye la entrada al Sahara argelino, además de ser, como todo el valle, el último reducto de la comunidad Mozabita: una corriente del Islam bastante ortodoxa donde las mujeres van completamente vestidas de blanco y solo ensañan su cara las solteras, o un solo ojo aquellas casadas.
Tras descansar por la noche en un hotelito de bajo presupuesto pero limpio al menos (del de Argel no diría lo mismo…), aprovechamos la jornada siguiente para visitar El-Atteuf y Beni Isguen, otros dos de los pueblos mozabitas, siendo el primero de ellos el más antiguo y el segundo el principal centro religioso de los 5. En ambos, es obligatoria la compañía de un guía local para recorrer el pueblo, en cuyo interior está prohibido totalmente fumar o fotografiar a los lugareños (especialmente a las mujeres) o llevar ropas escotadas. El Islam en estado puro se mezcla perfectamente con la amabilidad de sus gentes para con los turistas, eliminando así el halo fanático e intolerante que muchas veces se generaliza a todos los musulmanes. A la entrada de cada uno de ellos, un cartel reza: “Siéntase como en su casa, mientras respete que es la nuestra”. Gente muy amable, encantados de que uno venga a conocer un poquito de su mundo, mientras aceptes las diferencias culturales aunque no las entiendas o compartas. El sencillo hecho de cubrirte el pelo con el velo e intentar enseñar lo menos posible de tu cuerpo junto a un “Salam Aleikum” a su debido tiempo, enseguida hace brotar una leve sonrisa (cerrada eso sí) y suaviza cualquier tipo de mirada incómoda. Teniendo esto en cuenta, los mozabitas (hombres me refiero, porque las mujeres no están en los cafés, pasan cual susurro sin levantar la mirada del suelo por las calles…) en especial Bakir, nuestro guía de Beni Isguen, fueron perfectos anfitriones a la vez que historiadores de su valle. Al caer la tarde, tras recorrer casas típicas, la mezquita de Sidi Ibrahim (que sirvió de inspiración a Le Corbusier), el cementerio, donde cada familia reconoce a sus muertos no por una lápida sino por un simple objeto personal del difunto, y el mercado local, Bakir nos llevó al oasis, el mejor de la zona, para tomar el té bajo el frescor de las palmeras en un lugar donde se reunían los hombres jóvenes del lugar.
Un lugar de ensueño para jóvenes que otra cosa más que soñar no pueden hacer. La mayoría tiene estudios: licenciados, ingenieros… y de todos ellos, sólo dos tenían la suerte de trabajar como taxistas. Todos amables, sonrientes, con una mirada que derrochaba curiosidad y ganas de saber cada vez que ven a un foráneo que les cuenta lo buena que puede llegar a ser la vida en otros sitios… intento romper mitos, intento decirles que occidente no es la panacea y que también hay mucha gente que lo pasa mal; que el manto de la desigualdad también afecta al interior del círculo, a los del centro también les llega la injusticia o simplemente les pasa factura el vivir en una “sociedad desarrollada”. En Occidente no hay tiempo para el té del atardecer en el oasis. En Occidente ni hay tiempo, ni hay oasis, ni siquiera nos quedan ya lindos atardeceres que divisar tras el smoke. Pero les entiendo. Entiendo su desesperanza cada vez que miro a mi alrededor; entiendo que sus padres y sus abuelos soñaran alguna vez en ese mismo oasis junto a un té que el sufrimiento provocado por las dos guerras que han golpeado al país en los últimos 50 años se vería compensado con EL CAMBIO. Primero un cambio que se llamó independencia, tan sangriento, tan doloroso pero que al final dejó una dulce y temporal sensación a los argelinos de ser a partir de entonces dueños de su propio futuro. Pero no. No ha sido así, y 30 años después las entrañas de Argelia volvieron a retorcerse cuando unos pocos encontraron en la laicidad de Argelia el origen de sus males: un puñado de locos tomaron las armas, el cuchillo y lo que hiciera falta para imponer nuevamente la ley coránica que les llevaría de nuevo al camino de la salvación, del que tanto los había alejado un gobierno militar de corte socialista en clara connivencia con la élite ostentosa y perdida.

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