jueves, 27 de abril de 2006

Shanghai contra mi estómago

Fuera política, hoy cuento algo tragicómico como la mayoría de las cosas que me suelen ocurrir: buscando cercanos horizontes culinarios, acudo al concierge del hotel para ver qué recomiendan los entendidos, y me cuenta que hay una calle llena de restaurantes típicos llamada Huang He. Le pido que me indique como acudir caminando, me mira y se parte el lomo de la risa… un tanto dubitativa me quedo, ya que no sabía si atribuir su reacción a la lejanía, a la poca costumbre de caminar por la ciudad que se tiene aquí, o a la idea de que una chica como yo ande sola por sitios como este (grande Loquillo y su magnífica canción). Total que espero a que de rienda suelta a su carcajada para que me cuente y nos riamos los dos, porque este si que habla inglés, y me dice que para qué quiero andar, si los taxis son muy baratos. “Cheap, very cheap madame”. O sea, que ninguna de las razones que yo pensaba eran, la mirada del chinito decía claramente: “hay que ser tacaña, viniendo con euros y querer ir a pata”. Y no me dio mayor opción de insistencia, me escribió en chino la dirección, llamó al botones, le dio la tarjeta y no me quedó otra que seguir al botones hasta la puerta, meterme en el taxi que llamó y llegar sin decir ni mú a mi lugar de destino. En fin…. Aquí aprovecho para plantear un latente mimetismo chino-yankee: la obesidad también se les viene encima, y con esas ganas de caminar, llegará cual rayo, y entonces habrá que verlos, chiquitos, rasgados y obesos. El que avisa no es traidor.
Llego a mi destino, una calle llena de restaurantes donde ningún lugar cuenta con los carteles en inglés, solo te ponen los platos típicos en Chino, el numerito de cuanto te va a costar la broma y a un chinit@ en la puerta que te empieza a farfullar entre miles de señas y sonrisas lo que se supone es propaganda pura y dura de su local frente al resto. Paso de todos, doy un rodeo para echar un vistazo por todos, esperando encontrar algún signo en cualquiera de ellos que me asegure que es mejor que todos los otros. Pero nada. Así que opto por lo que siempre dice mi padre que hay que hacer cuando no tienes ninguna referencia de los lugares de comida: ir a donde más gente haya comiendo. Locales vacíos, por norma general, malo malo. Si nadie va por algo será, como los chinitos residentes en las Salomón.
Elijo un restaurante con bastante audiencia, muy amplio y decorado al más puro estilo chino: miles de colorines, las chinitas caminando con pasitos cortos y rápidos; en fin, entro decidida a disfrutar de una maravillosa cena, cuando me doy cuenta de que tanto gran restaurante y otra vez nadie que hable algo de inglés. Como el menú que me traen es bastante ilustrativo, (demasiado tal vez, les aseguro que para nuestra mente occidental ver un plato de estómago de oca como la mayor exquisitez no es algo agradable a nuestra también occidental vista) pienso que no tendré mayores problemas, ilusa de mí. Le muestro dos platos y hago todos los gestos imaginables para rogarles que me recomienden uno de ellos, la camarera de turno (una simbiosis de Mao y Hitler esculpida, con el pelo bien cortito y cara de pocos amigos) me señala uno de ellos y pienso que es la hora de la verdad: sepa a lo que sepa será mi cena, así que me vuelvo católica y acudo a mi pseudo-fe rogando que sea rico. Intento averiguar si hay vino tinto y si los hay entre cuales puedo elegir, pero no hay manera, oyeron algo con “wine” y enseguida salió la chinita disparada y vuelve con una copa. Sin palabras.
A los cinco minutos (malo de nuevo, comida precalentada) me traen el plato que supuestamente había desechado, cuando caigo en la cuenta de que la comu-nazi me pidió los dos!. Gesticulo nuevamente para decir que el otro entonces ni hablar, y me quedó con lo que supuestamente eran filetitos de ternera a la pimienta negra. Pues bien, si eso era ternera a mí que me llamen monja, porque tenía más tendones que todo el cuerpo humano… Pero persisto en mi valentía: sabor raro, textura escabrosamente pegajosa que me da escalofríos; mi fe me castiga por poco creyente y anteponerle el pseudo.
Casi consigo llegar a la mitad del plato cuando empiezo a sentir palpitaciones en mi estómago, no sé si producidas por el suculento manjar o por el vinagre que me vendieron como vino.
Triste y desalentada gastronómicamente intento coger por mi cuenta un taxi en los alrededores, y al menos eso fue un logro porque pensé que ahí me quedaba más sola que la una en medio de la ya poco concurrida ciudad a la medianoche.
En mis sueños ocas enormes se quieren comer mi estómago, bifes voladores me aplastan contra el asfalto hasta que no sé como paso a otra fase más dulce, más cálida y caigo rendida…
A la mañana siguiente, siento que la tormenta pasó y que finalmente no me sentó tan mal la comida como temía en sus primeros síntomas, así que me levanto airosa pensando en el día un tanto complicado laboralmente que se aproximaba (complicado solo de pensar en intentar que me entiendan los chinitos del almacén al que me dirigía)
Desayuno no más que un yogurt y zumito de naranja artificial, por si las moscas, y salgo pitando primero a la oficina del agente transitario que nos hace de nexo aquí en las chinas lejanas; el taxista que me conduce hasta mi destino, creía ser la reencarnación de Fitipaldi (sigo siendo fiel a las leyendas, nada de Schumacher o Alonso, vivan las viejas glorias!) y mi estómago lo nota. Primer aviso. Mal asunto, vuelven a mi garganta los sabores de mi última noche, y no me refiero a la parte dulce y cálida. Aguanta, respira, relax, todo va bien y no vas a vomitar.
Bueno, pues vomité.
Y como antes muerto que sencillo, mi estómago eligió un lugar donde poder lucirse: nueve menos diez de la matina, las oficinas del agente se encuentran en un lujoso centro comercial en pleno centro que alberga además de tiendas, ni más ni menos que 27 pisos de oficinas de alto nivel. Quiero aguantar, tengo que aguantar, así que disparada le grito al chinito de la entrada en la planta baja “Toillet!”, no entiende ni papa. Mientras recurría a las típicas señas, como hacer que me lavaba las manos o hacer la tipica inclinación hacia detrás en señal de posicionamiento en el Toillet de las narices, mi estómago aprovechó mi falta de control sobre él para salirse con la suya. Y ya cuando levanto la cabeza queriendo morirme, él, muy simpático me dice: “ ahh toillet!”, no más necesitó que le vomitara en un cenicero del elegante hall para enterarse de lo que mi cuerpo pedía a gritos. Lo curioso es que sólo unos pocos de la marabunta que esperaba el ascensor se molestó en mirar a la extranjera vomitando, por supuesto que ninguno hizo el mínimo esfuerzo por venir en mi ayuda, y salí disparada detrás del tipo que ahora gentilmente me indicaba donde estaba el baño. A buenas horas…
Y, tras minutos interminables de lavarme, enjuagarme, volverme a lavar… salgo con la cara de un muerto, llego a la dichosa oficina del transitario, y encima mientras lo esperaba se me presenta el Manager de Negocios de la empresa (el primer occidental con el que puedo hablar y yo en este calamitoso estado) para interesarse en lo que allí buscaba y lo que hacíamos. Muy agradable el tipo, pero inoportuno como el sólo porque entre mi aspecto cerúleo por el filete de tendón mal digerido y la vestimenta adecuada para ir al almacén, no a una reunión de trabajo, pues supongo que al menos rarita pensaría que soy. Pero bueno, todo tienes sus pros y sus contras, porque este agradable chico me dijo que le escribiera un mail contándole como había terminado todo lo relacionado con nuestro embarque y que me tendría preparada una lista de restaurantes NO CHINOS, donde podía comer sin problemas (me vi obligada a decirle que había pasado mala noche por la cena en un chino ante su ofrecimiento de café, ahora lo que no le dije es donde dejé la prueba de mi malestar). Así que mis queridas tapas europeas, a mis brazos, que sé que también tienen algún lugarcito en Shanghai.
Amén!

1 comentario:

Anónimo dijo...

desde luego qué bien escribe esta chica, es maravilloso leer sus historias, queremos más